viernes, 1 de junio de 2018

El notable Paul Groussac, quien se consideraba "hijo adoptivo" de Argentina, describe con rigurosidad en su libro editado en francés "Las Islas Malvinas" los derechos soberanos argentinos



Compendio del libro Les îles Malouines de Paul Groussac editado por Coni en 1910, realizado en 1936

De acuerdo con lo que dispone la ley N° 11.904, proyectada por el senador nacional Dr. Alfredo Palacios, la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares edita el presente compendio de "Las islas Malvinas'', de Pablo Groussac, principalmente destinado a los institutos de enseñanza de la república. Groussac dividió esta obra, que, traducida al castellano, publica simultáneamente "in extenso" la Comisión Protectora, en tres capítulos: Origen de la ocupación actual; Los viajes de descubrimiento y Las primeras ocupaciones.
El orden cronológico está allí invertido, con ventaja para el orden lógico, según el autor. Por razones didácticas se ha preferido, sin embargo, seguir el primero en este escrito.
Casi todo el texto reproduce fielmente las partes del original de donde ha sido tomado. Se han omitido los detalles secundarios y las notas de la obra, que el estudioso podrá hallar en la versión castellana antes aludida,para ceñir el compendio a un esquema de la sólida y luminosa exposición de Groussac, quien dedicó su libro así: A la República Argentina ofrece esta evidencia de su derecho un hijo adoptivo.


Las Islas Malvinas

Las islas Malvinas o Falkland, que Inglaterra se apropió el 2 de enero de 1833, por un acto de fuerza, expulsando a las autoridades argentinas, están situadas al este de la costa patagónica. El archipiélago, compuesto de dos grandes islas rodeadas por una centena de isletas, podría inscribirse en un trapecio cuyas bases corresponderían a los paralelos de Cala Coig y Cabo Vírgenes y cuyos lados coincidirían con los meridianos de Pringles y Dolores, en la provincia de Buenos Aires. Esta situación y los datos de la geología y de la botánica hacen de las Malvinas una dependencia natural de la Patagonia. Examinaremos si los hechos de la historia concuerdan con los de la geografía.
Las dos grandes islas centrales, hoy denominadas East Falkland y West Falkland, están paralelamente orientadas de N.E. a S.O. y separadas por el estrecho Falkland Sound sembrado de islotes en toda su longitud.
La isla oriental (Conti de Bougainville, Soledad para los españoles) tiene una superficie de 3.000 millas cuadradas; la occidental, antiguamente designada Gran Malvina, 2.300 millas cuadradas. Se calcula en 1.200 millas la superficie de todas las isletas circundantes, lo que da para el archipiélago entero un total de 6.500 millas o 16.700 kilómetros cuadrados, aproximadamente los cuatro quintos de la parte argentina de la Tierra del Fuego (21.000 km2).

VIAJES DE DESCUBRIMIENTO

Se ha atribuido el descubrimiento de estas islas a Américo Vespucio y a Magallanes. La s supuestas descripciones del primero no corresponden a la realidad, como lo hizo notar Humboldt, y cabe pensar lógicamente que la tierra "áspera e inculta, costeada durante 20 leguas" por aquél, era la de los acantilados de la Patagonia. Las hipótesis deducidas del gran viaje de Magallanes no están mejor fundadas, pues en el itinerario seguido, y minuciosamente anotado por los pilotos de la expedición, no habría lugar para el descubrimiento de las islas Malvinas, situadas a cien leguas de la costa que Magallanes debía reconocer, por decirlo así, paso a paso.
Tampoco pertenece el descubrimiento a los navegantes ingleses, uno de los cuales, el aventurero John Davis, sostenía haber sido llevado hasta las islas por una tempestad, el 14 de agosto de 1592, según un relato evidentemente falsificado, en el que la fantasía se confunde con el embuste. Datos del relator, John Jane, prueban lo absurdo de la fábula, y hay motivos para pensar que Davis intentó hacerse perdonar cierta fechoría de la expedición con un descubrimiento interesante en plenas posesiones españolas. Aún suponiéndolo verosímil, no se aproximó a las islas entrevistas, no las nombró, ni fijó vagamente su latitud; se contentó con situarlas con relación a la costa y al estrecho, siguiendo coordenadas tan inciertas que en su intersección sólo se encuentra el océano.
Se convendrá en que visión tan fugaz constituiría un título de propiedad, y hasta de prioridad, insuficiente.
Posteriormente, Ricardo Hawkins, hijo del pirata y negrero John Hawkins, hizo suyo el supuesto descubrimiento de Davis, dando como fecha del mismo el 2 de febrero de 1594, pero su descripción es tan extrañamente imaginaria y contradictoria que ha sido objetada y rechazada por los propios críticos ingleses.

Descubrimiento de Sebald De Weert

Desechada la prioridad de los descubrimientos españoles e ingleses, llegamos a la expedición holandesa de Mahu y Cordes, que se efectuó antes de dos años del regreso de Hawkins a Europa. La expedición, llamada de los "cinco buques de Rotterdam", fue equipada bajo el auspicio de los Estados Generales de Holanda con el doble fin, a la vez comercial y patriótico, de adquirir riquezas saqueando en lo posible las posesiones españolas y portuguesas de ambas Indias. El viaje fue muy desdichado. Zarpada de Gorea el 27 de junio de 1598, la flota perdió su almirante Mahu poco después de las islas de Cabo Verde.
Dirigida por Cordes atravesó penosamente el estrecho de Magallanes y entró en el Mar del Sur en septiembre de 1599. En la costa de Chile, Cordes y veintisiete de sus compañeros que habían bajado a tierra entre Concepción y Valdivia, fueron muertos por los araucanos. Aquí se dividió la flota y sólo un navío, el Geloof, mandado por Sebald de Weert, volvió a su patria, tomando la ruta del Atlántico. El 24 de enero de 1600, tres días después de la salida del estrecho, el vigía de la nave señaló a estribor tierra desconocida distante del continente unas sesenta leguas. A medida que el Geloof se aproximaba los relieves sólidos surgían y se separaban en el horizonte. Pudieron distinguirse netamente tres islas. El Geloof había perdido su última canoa en el estrecho, lo que imposibilitaba todo desembarco; fue necesario contentarse con ver desde lejos las focas y los pingüinos que poblaban los islotes. Sea como fuere, ya no se trataba de descubrimientos más o menos problemáticos, de islas indicadas por algún rumor y como provisionalmente, hasta que los sucesores en verdad las encontraran por una vaga coincidencia, sino de tierras reconocidas y fijadas por las dos únicas coordenadas entonces aplicables (distancia al continente y latitud), y de las que sólo un inconveniente material impidió tomar posesión efectiva. El hecho fue prolijamente consignado en el diario, y el grupo denominado Islas de Sebald de Weert, por el nombre del descubridor.
Navegantes y geógrafos concuerdan siempre en respetar los derechos del viejo capitán holandés y conservar su denominación, que consagra el primer y legítimo descubrimiento. Hay que llegar al fin del siglo XVIII para ver a Inglaterra aplicar el procedimiento de la contramarca. Pronto sabremos que el capitán Macbride, enviado en 1766 con la corbeta de S.M.B. Jason para fundar un establecimiento en Port-Egmont (dos años después del de Bougainville), empezó por desbautizar las islas Sebald de Weert y darles el nombre de su navío.
Solamente otra expedición holandesa volvió a estas islas diez y seis años después del descubrimiento. El 18 de enero de 1616, Le Maire y Shouten, jefes de dicha expedición, reconocieron las islas de Sebald de Weert, como cuidaron de nombrarlas en su diario de viaje al determinar la posición de aquéllas.

Viaje de John Strong

No parece que en los años siguientes, y durante la mayor parte del siglo XVII, las Sebaldes o Sebaldinas (variantes del nombre), fueran visitadas por navíos que se dirigían al Mar del Sur. Sólo en los últimos años del siglo se encuentran, gracias a piratas, algunas menciones nuevas de las islas descubiertas por los holandeses. Pasando por alto una referencia de Guillermo Dampier, compañero de Ambrosio Cowley, inventor de las inexistentes islas Pepys, quien anotó en su diario el 28 de enero de 1684 el reconocimiento de aquéllas, citaremos el viaje del capitán John Strong, quien en enero de 1690, a bordo del Welfare, equipado por armadores de Londres, cruzó el pasaje que separa las dos islas principales. En su descripción expresa: "Al día siguiente a las 10 estábamos fuera del canal, que tiene unas 17 leguas de largo y que denominé Falkland Sound..." Más tarde los ingleses extendieron este nombre de Falkland a la isla del oeste y, en fin, a todo el grupo.

LAS PRIMERAS OCUPACIONES

En enero de 1701, Beauchesne, que mandaba uno de los buques de la expedición francesa organizada en 1698 por la Compañía del Mar del Sur, descubrió al sur de las Sebaldes la isla a la cual, siguiendo la costumbre, impuso su nombre (Beauchesne), que conserva todavía.
En el orden de los descubrimientos, siguió al precedente el viaje del San Carlos, de Saint-Malo, cuyo armador Noel Danycan, famoso en los fastos de la marina mercante, daría su nombre a otras islas del archipiélago. Las expediciones siguientes de Saint-Malo o de Port-Louis (Lorient) al Mar del Sur no adelantan sensiblemente el conocimiento de las islas Malvinas (que se denominan así por las numerosas expediciones de los maluinos, marinos de Saint-Malo), pero hay que mencionar especialmente, y tras los reconocimientos de Porée y de Brignon, la expedición en que participó el ingeniero real Amadeo Francisco Frézier, cuyo mapa, enriquecido por el comentario que hace en su Relación del viaje al Mar del Sur, representa el primer trabajo científico referente a nuestro archipiélago. El relato y el mapa de Frézier, entre otros testimonios, prueban que las numerosas expediciones maluinas constituyen un principio de ocupación de las islas.
Circunstancias políticas que acentuaron la preponderancia marítima de la Gran Bretaña, y la vigencia de una ordenanza francesa que penaba con la muerte el contrabando, hicieron luego que decayeran las expediciones maluinas al Mar del Sur.

Primera tentativa de ocupación inglesa

El 23 de octubre de 1739 estalló la guerra entre España y Gran Bretaña. El comodoro Anson fue enviado en 1740 al Mar del Sur con una escuadra de seis navíos, de los cuales perdió cinco en el viaje. Esta expedición se relaciona con nuestro estudio, pues aunque dicho capitán Anson (más tarde lord y almirante) jamás vio las Falkland, ya que de Puerto San Julián continuó su ruta directa al Cabo de las Vírgenes y al estrecho de Le Maire, la mención que de ellas hizo su capellán Walter en el célebre relato de la expedición, debe ser considerada como una causa generadora de los acontecimientos que seguirán.
Volviendo más tarde sobre los peligros y desventuras de su viaje, Anson establecía la necesidad de encontrar un fondeadero bien provisto en las islas Falkland, para los navíos que se proponían doblar el cabo de Hornos. "Las islas Falkland, decía, han sido vistas por numerosos navíos franceses e ingleses; Frézier las coloca en su carta de la extremidad de América meridional, denominándolas Islas Nuevas. Woodes Rogers, que bordeó la costa nordeste en 1708, nos dice que se extienden sobre una longitud aproximada de dos grados y ofrecen terrenos ondulados, de aspecto fértil, sembrados de bosques y donde no faltan buenos puertos. Por su distancia del continente y su latitud, esas islas deben gozar de clima templado.
Cierto es que son aún demasiado poco conocidas para ser recomendadas desde ahora como lugar de abastecimiento para los navíos que se dirigen al cabo de Hornos, pero si el almirantazgo juzga oportuno hacerlas explorar lo podría con poco gasto, enviando un solo barco apropiado para el examen que propongo...".
La indicación iba a ser aprovechada por el almirantazgo en 1748, pocos meses después de la publicación de la obra; pero España, con la cual ya se habían reanudado las relaciones, reclamó de una medida que lesionaba sus derechos soberanos en las regiones designadas, e Inglaterra abandonó el proyecto. Todo esto está muy claramente expuesto en el célebre, aunque anónimo, folleto de Samuel Johnson que apareció poco después de una carta de Janius sobre ese mismo tema de las Malvinas.
Así quedó el asunto. Mu y pronto, acontecimientos más graves atrajeron la atención de los gobiernos hacia las largas luchas emprendidas en la India y el Canadá entre Francia e Inglaterra, sin hablar de la guerra de Siete años que ponía en conflicto a todas las naciones europeas. No se cita viaje alguno durante los veinte años que siguieron al abortado proyecto de Anson.

Expedición de Boungainville

Terminadas las guerras en todas partes, por cansancio, al concluir la terrible liquidación de la paz de París (10 d febrero de 1763) en que Francia perdía casi todo su imperio colonial, un joven héroe en disponibilidad concibió el proyecto de reanudar valerosamente el antiguo programa de descubrimientos australes, creando en el pequeño archipiélago malvino no ya sólo una estación de abastecimiento sino una colonia viviente y próspera. Hombre de brillantes condiciones intelectuales y morales, permutó su título de coronel de infantería por el de capitán de fragata, y en pocos años inscribió su nombre entre los de los más ilustres navegantes. Se trata de Antoine de Bougainville, cuyo retrato trazó admirablemente Diderot.
Con la colonización de las Malvinas se ensayó Bougainville. La expedición, protegida por el duque de Choiseul, entonces ministro de marina, absorbió asimismo la fortuna del iniciador. Se componía de la fragata L'Aigle y de la corbeta Le Sphinx construidas a sus expensas en Saint-Malo, de donde eran casi todos los tripulantes. El 31 de enero de 1764 llegaron a las Malvinas por el noroeste y reconocieron sucesivamente las Sebaldes, las dos "islas llanas" que siguen (Pebble y la costa norte de West-Falkland) y después la isleta Eddystone en la embocadura del estrecho. Al día siguiente los navíos siguieron costeando por el norte la isla del Este y el 2 de febrero anclaron en la bahía Francesa, que los ingleses creyeron también deber desbautizar. El punto elegido para el establecimiento se encuentra enteramente al fondo de la bahía, en el lugar señalado aun como Former Settlement, al borde de un arroyuelo, “a un tiro de fusil del mar". Se instalaron en campamento hasta la llegada de madera de construcción llevada de Tierra del Fuego. El ingeniero de la expedición trazó el plano del fuerte y se pusieron a la obra. Unos cavaban la tierra, otros construían; los oficiales salían de caza; todo marchaba rápidamente. Terminado el fuerte San Luis y emplazados los cañones, se lo inauguró con Te Deum, salvas y vivas al rey. Después fue necesario buscar y acorralar el ganado que había huido. A fines de febrero se colocó la primera piedra de un obelisco conmemorativo con una placa de plata donde estaban grabados, de un lado el plano de esa parte de la isla y del otro una inscripción muy detallada, con fechas, nombres y calidad de los presentes, y estas palabras en el exergo: Conamur tenues grandia (Aunque pequeños, emprendemos grandes cosas).

Viaje de Byron y ocupación inglesa

Instalada la colonia, Bougainville regresó a dar cuenta al rey de la toma de posesión de las Malvinas. Preparó luego su segundo viaje y el 5 de enero anclaba nuevamente en la bahía Francesa. Apenas descargada la fragata, Bougainville volvió a partir para proveerse de madera en el estrecho de Magallanes:
"Encontré entonces, escribe en su Viaje, los navíos del comodoro Byron quien, después de haber venido a reconocer las islas Malvinas por primera vez, atravesaba el estrecho para entrar en el Mar del Sur". El 27 de abril Bougainville emprendía el retorno a Saint-Malo, dejando la colonia en perfectas condiciones.
El aludido Byron formaba parte de la expedición de Anson a que antes nos referimos, y en 1764 se le confió el comando de la fragata Dolphin que, acompañada por la corbeta Tamar, se dirigía, decían, a las Indias Orientales. Era un ardid, a blind confiesan los documentos ingleses, para ocultar el verdadero fin del viaje: una exploración clandestina en los mares del sur y ante todo la reanudación del programa de Anson entorpecido antes por España.
El 14 de enero de 1765 llegó a la isleta Sedge para penetrar después en el paso, luego ensanchado, que separa las islas Saunders y Keppel y que el descubridor llamó Port-Egmont "en honor del primer lord del almirantazgo". Byron eligió un punto situado en la costa oriental de la isla llamada más tarde Saunders, para sembrar allí algunas legumbres. El 23 de enero, con el pabellón desplegado, se posesionó del puerto y de todas las islas vecinas en nombre de S.M. Jorge III. Parecida ceremonia se había realizado hacía casi un año en la isla principal, en Fuerte San Luis, y no por intrusos que la realizaran de paso, sino por verdaderos colonos que se proponían trabajar el suelo ingrato y arraigar en él.
A raíz de los informes de Byron, algunos meses después fue enviado a las Falkland el capitán Macbride con el navío Jason, par a comenzar allí un establecimiento. Llegó en enero de 1766 y no salió hasta los primeros días del año siguiente. Se instaló en Puerto Egmont (reconocido por Bougainville, que lo había denominado Port de la Croisade) en el mismo lugar de la isla Saunders (bautizada por él) donde Byron había enarbolado su bandera.
Se sabe por Bougainville que Macbride visitó el establecimiento de los franceses, de modo que es inexacta la afirmación de que franceses e ingleses ignoraban su presencia simultánea en dos puntos distintos y distantes del mismo archipiélago. Desde antes de su propia ocupación de Port-Louis, que se realizará en abril de 1767, las autoridades españolas habían sido advertidas de una vaga ocupación británica de las Malvinas, pero por coincidir la indicación con los repetidos descensos de los navíos ingleses a las costas de la Patagonia y Magallanes, todo acabó por confundirlas. Lo prueba el increíble embrollo de la correspondencia oficial cambiada entre Buenos Aires y Madrid: los gobernadores de aquí estaban menos informados que los ministros de allá, quienes se atenían a los rumores llegados de París o de Londres...

Francia cede a España la colonia de Bougainville

Bougainville había quedado en París, mientras el Aisle volvía a las Malvinas con víveres y nuevos colonos. Llamado al ministerio y advertido de una protesta elevada por el embajador español respecto de la colonia de las Malvinas, debió ir a Madrid a discutir la cuestión. El gobierno español se mostró inflexible acerca del derecho de posesión de las islas. Admitió, sin embargo, como arreglo equitativo y-sin estar obligado a ello (Francia reconocía bien fundadas las reclamaciones) el reembolso de los gastos hechos, incluido el valor de las instalaciones y del material: el todo fue estimado y fijado, según los inventarios, en la suma de 603.000 libras, que fue pagada parte en París, parte en Buenos Aires.
"España reivindicó esas islas, dice Bougainville en su Viaje, como dependientes del continente de la América meridional, y habiendo sido reconocido su derecho por el rey, recibí orden de ir a entregar nuestro establecimiento a los españoles y de dirigirme después a las Indias orientales atravesando el Mar del Sur entre los trópicos".
Dado el abandono que Holanda había hecho de sus derechos de descubrimiento, nadie mejor que Francia podía aspirar a la soberanía de este territorio sin dueño, reconocido y. frecuentado durante medio siglo por sus navegantes; provisto, después, de una administración regular y organizado en colonia agrícola e industrial a expensas de una compañía francesa, autorizada por el gobierno.
No es discutible que, eliminados los derechos de descubrimiento, esta prioridad en el establecerse, seguida de tal apropiación del suelo por el poblamiento, el capital y el trabajo, constituía la forma más completa de ocupación efectiva. Sin embargo, esta empresa, que Jos interesados declaraban satisfactoria, se interrumpió en pleno desarrollo y el gobierno francés se rindió sobre la base de una compensación equitativa para los particulares a las representaciones de! español que reclamaba la propiedad de las islas. Esta reclamación de España no se fundaba en los títulos ordinarios, reconocidos por el derecho de gentes; no invocaba ni la prioridad de descubrimiento, ni la toma de posesión, ni la ocupación, no más ficticia que efectiva, por la razón perentoria de que todas estas formas de adquisición no se refieren y no pueden referirse más que a un territorium nullius, es decir susceptible de ocupación. El gobierno español consideraba, pues, el archipiélago de las Malvinas como una dependencia de sus dominios continentales, colocada en condiciones idénticas a las de la Tierra de los Estados o de las islas Juan Fernández y, en consecuencia, que le pertenecía con el mismo título que Puerto Deseado o cualquier otro punto de la costa.
Recordemos que este derecho superior invocado por España y reconocido por Francia, que es, nunca se lo ha hecho resaltar, el eje mismo del litigio, opuesto diecisiete años antes (1748) a una veleidad de ocupación de las Malvinas por Inglaterra había bastado para detenerla. Dicha conexión geográfica y geológica se ha vuelto hoy una noción trivial, admitida en las obras de más alta autoridad científica, entre ellas la Enciclopedia británica.
Así, pues, ese título originario de propiedad, derivado, sin duda, de las bulas pontificias de partición, pero reconstituido por la apropiación secular del continente vecino del que las islas dependen, fue suficiente para convencer a Francia en 1765, como a Inglaterra diecisiete años antes, de los derechos irrefragables de España.
El 15 de noviembre de 1766 Bougainville tomó en Nantes el mando de la fragata la Boudeuse, con la que realizaría su memorable viaje alrededor del mundo; el 31 de enero de 1767 ancló en Montevideo, donde encontró los dos navíos españoles Liebre y Esmeralda, que debían acompañarlo a las Malvinas con D. Felipe Ruiz Puente, nombrado gobernador; el 25 de marzo los navíos eran amarrados en la bahía Francesa y el 1° de abril la colonia pasaba a manos de las autoridades españolas con las ceremonias de práctica.

Conflicto anglo-español

Si las Malvinas dieron poco que hablar durante los tres años (1767-1769) en que fueron simultáneamente ocupadas por España e Inglaterra, confesemos que se desquitaron ampliamente durante los dos años que siguieron.
Dejamos a los ingleses establecidos en Puerto Egmont, en un punto de la costa sureste de la islita Saunders. Habían levantado allí un fortín de madera, pero dada la seguridad existente lo transformaron en almacén. El establecimiento británico estaba separado de Puerto Soledad (bahía Francesa o Accaron) por más de 180 millas de costas muy recortadas. Podría creerse que, permaneciendo quietos los unos por intrusos y los otros por más débiles, la situación debió prolongarse indefinidamente. No ocurrió así: el gobierno español soportaba la injuria con indignación que presagiaba un estallido próximo. Desde 1766, el conde Aranda denunciaba los planes de Inglaterra y aconsejaba contrarrestarlos. Durante el año 1767 y los dos siguientes, el ministro de marina Arriaga multiplicaba al gobernador de Buenos Aires, don Francisco Bucareli, las advertencias sobre el mismo asunto, sin poder aun determinar el lugar preciso del establecimiento inglés. Carlos III, tan prudente, llegó a escribir el 11 de julio de 1769: "soporto aún sus insultos (de los ingleses), pero cuando no pueda aguantar más todo saltará"...
Hacia la misma época el gobernador de Buenos Aires ordenó al jefe de la división naval de Montevideo, D. Juan Ignacio Madariaga, enviar a las Malvinas la fragata Santa Catalina con dos embarcaciones de débil tonelaje, para reconocer la costa. La expedición fue confiada al capitán de fragata Fernando Rubalcava quien, llegado a Puerto Soledad a fines de enero de 1770, emprendió días después la exploración de la costa norte de este a oeste, y el 19 de febrero "descubrió" por fin el puerto de la Cruzada (Egmont), donde estaba anclada la fragata Tamar, al mando de Antony Hunt. Al día siguiente, tras una cortés entrevista, el comandante español dirigió al inglés una protesta por la usurpación, a lo cual el aludido respondió que "estas islas pertenecen a S.M.B. por derecho de descubierta" y que estaba allí para protegerlas. Fijada la situación del establecimiento, Rubalcava volvió a Montevideo. Sin esperar nuevas órdenes de la corte, que por otra parte antes las había impartido categóricas, se activaron los preparativos de una expedición armada contra Puerto Egmont, la cual partió de Montevideo el 8 de mayo al mando del comandante Madariaga. Se componía de cinco fragatas, unos mil quinientos hombres y tren de artillería.
La guarnición inglesa estaba reducida a la corbeta Favourite cuando los navíos españoles arribaron a Puerto Egmont el 8 de junio. Convenida la capitulación, sin resistencia digna de anotarse, y entregado el fortín bajo inventario, las tropas debían embarcarse con armas y bagajes, a tambor batiente y banderas desplegadas, en dicha corbeta inglesa, que las
transportaría fuera de los dominios de Su Majestad Católica.
La noticia de los sucesos de Puerto Egmont fue conocida primero en Madrid, y luego en Londres por medio del embajador de España. El estupor y la cólera se acrecentaron cuando la Favourite entró en Spithead y despachó a Londres un correo portador de los detalles. La guerra parecía inevitable, pues por una parte Inglaterra exigía la más completa reparación y por la otra era poco admisible que España hubiese tomado la iniciativa sin aceptar sus consecuencias.
No obstante, el gobierno español, sin condenar abiertamente los actos cometidos, procuraba atenuarlos expresando que el gobernador Bucareli había procedido sin órdenes y por una interpretación temeraria de las leyes de Indias. Mientras las negociaciones continuaban lentamente, ambas partes se armaban. España contaba en sus proyectos con el apoyo de Francia, pero la decreciente influencia y por fin la caída de Choiseul, primer ministro de Luis XV, que era partidario de la alianza con España, determinó un cambio de frente en la actitud de este país, cuyo gobierno tuvo que firmar una declaración en virtud de la cual S.M. Católica manifestaba haber visto con desagrado la expedición, capaz de turbar la buena armonía con S.M. Británica, y comprometerse a dar órdenes inmediatas para que las cosas volvieran a ponerse en la Gran Malvina, en el puerto llamado Egmont, en el preciso estado en que se hallaban antes del 10 de junio de 1770. El documento establece que "el compromiso de S.M.C. de restituir a S.M.B. la posesión del Fuerte y Puerto llamado Egmont no puede ni debe en manera alguna afectar la cuestión de derecho anterior de soberanía de las islas Malvinas, de otro modo llamadas Falkland".

Evacuación de Puerto Egmont

Cumplido este compromiso, los españoles volvieron a Puerto Soledad y los ingleses se reinstalaron en Puerto Egmont. Y desde entonces se mantuvo ese extraño condominio, que duró casi tres años y según el cual los primeros permanecían tácitamente dueños del archipiélago con la única condición de dejar a los segundos la posesión tranquila de su establecimiento en la isla Saunders, la cual, insistamos en ello, no es absolutamente la Gran Malvina o West-Falkland de las controversias, como han dejado decirlo, por ignorancia o ligereza, los españoles y sus sucesores.
El convenio no fue bien recibido ni en España ni en Inglaterra. En Londres se censuraba la cláusula de la soberanía de las Malvinas reservada, vale decir retenida, por España. Significaba, según se hacía notar en el parlamento, el reconocimiento expreso de los derechos de España sobre las Falkland y, a los ojos de Europa "la justificaba (a España) de antemano si cuando lo juzgase oportuno las reconquistaba por las armas". Después de esto, cuando lord Palmerston, sesenta años más tarde, con su respuesta del 8 de enero de 1834, cerraba la boca a nuestro enviado Manuel Moreno, al afirmar en tono perentorio que "los derechos de la Gran Bretaña a la soberanía de las "islas Falkland fueron, sostenidos y mantenidos sin equívoco durante las controversias de 1770 y 1771", puede decirse sin faltar al respeto a la memoria del ilustre hombre de estado, que pasaba ese día los más amplios límites del buen humor, aún del buen humor británico.
El 22 de mayo de 1774, dos años y ocho meses después de la reocupación, por conveniencias de la política exterior británica y para conciliarse con España, Puerto Egmont fue evacuado. Como restos durables de la permanencia inglesa quedaban los parapetos del fuerte y una inscripción grabada sobre placa de plomo, en la que se afirmaba la pertenencia de las islas Falkland a su Sacratísima Majestad Jorge III.
El abandono ficticio o real de Puerto Egmont le ofrecía más ganancia que pérdida, sobre todo si, con su acostumbrada duplicidad, retenía por un hilo invisible la presa que aparentaba soltar. Poco importa, en el fondo, que desde entonces Inglaterra haya o no acariciado la intención oculta de reivindicar algún día el territorio que simulaba devolver a sus legítimos dueños. Los derechos de España no derivan de una concesión de Inglaterra, como se ha demostrado por la historia de los descubrimientos y ocupaciones sucesivas del archipiélago.

La ocupación española hasta la independencia

La administración española de las islas Malvinas, inaugurada en Puerto Soledad el día de la cesión hecha por Bougainville, continuó desarrollándose sin obstáculo ni interrupción durante los cuarenta últimos años del imperio colonial. Los gobernadores de las islas Malvinas (tal fue desde entonces su único nombre reconocido) eran, generalmente, oficiales de la flota, nombrados por el ministro de marina, pero dependientes en lo administrativo del virrey de Buenos Aires. Se puede seguir en los documentos oficiales la sucesión ininterrumpida de tales funcionarios. Por esta época, y para regularizar las comunicaciones entre el archipiélago y el continente, se englobó la comandancia de Puerto Deseado en la gobernación de las Malvinas y se decidió que cuatro bergantines del apostadero del Río de la Plata navegasen regularmente entre Montevideo, Puerto Deseado y las Malvinas. Esta organización persistió hasta la caída del régimen colonial. En una nota del 18 de diciembre de 1807, el comandante Juan Crisóstomo Martínez, que fue el último gobernador colonial de Puerto Deseado y Malvinas, explicaba al Capitán General del Río de la Plata, D. Santiago Liniers, que se acercaba a Buenos Aires (escribía desde Río Negro) ante el anuncio de un ataque de los ingleses: ya se sabe que las tropas de Whitelocke, derrotadas por las de la "Defensa", debieron capitular y reembarcarse en agosto y septiembre de ese año...
La cadena, rota un instante por la violenta sacudida de la independencia, se reanudó casi en seguida de la instalación del nuevo régimen y fue necesario un golpe de fuerza de Inglaterra, TRAS SESENTA AÑOS DE TRANQUILO ABANDONO, para arrancar momentáneamente a la Argentina apenas emancipada, el girón de imperio colonial que España envejecida y extenuada había, sin embargo, sabido conservar.


LA OCUPACIÓN ACTUAL

Inútil es decir que se pensó poco en las Malvinas durante las guerras de la independencia sudamericana. Pero esta aún no había terminado cuando el gobierno de Buenos Aires reocupaba Puerto Soledad, enviando allí la fragata Heroína cuyo comandante, David Jewitt, debía también asumir el mando del archipiélago. La nueva toma de posesión se efectuó con las formalidades ordinarias y, detalle significativo, en presencia del célebre navegante inglés James Weddell, que había recalado en las Malvinas en el curso de su primer viaje antártico. Jewitt encontró la región infestada de balleneros ingleses y americanos que destruían no solamente los anfibios de esos lugares, sino también el ganado salvaje del interior. Procuró remediar esto y, por una circular del 9 de noviembre de 1820, notificó a los gobiernos extranjeros el nuevo estado de cosas. El comandante Pablo Areguaty le sucedió en 1823; ese mismo año el gobierno del general Rodríguez acordó a don Jorge Pacheco, "en pago de sus servicios", treinta leguas de tierra en la isla Soledad, con derecho exclusivo de pesca. No tuvo éxito una primera tentativa de colonización. Años más tarde, por decreto del 8 de enero de 1828, las islas Statenland y Soledad (hecha la reserva de diez leguas cuadradas atribuidas al fisco, además de la concesión anterior) eran adjudicadas liberalmente por el gobierno, la validez del acto es discutible, al comerciante hamburgués Luis Vernet, siempre con derecho exclusivo de pesca por veinte años, con la condición de fundar allí una colonia en el plazo de tres años.

El gobernador Vernet

El concesionario Vernet se puso animosamente a la obra y agotó en ella sus recursos. Se organizaron expediciones; varias docenas de colonos, algunos con sus familias, provistos de ganados y útiles de labranza y pesca, vinieron directamente de Europa o fueron embarcados en Montevideo. Las pampas de Buenos Aires proporcionaron para el ganado gauchos y hasta indios patagones. Antes de dos años la colonia contaba con un centenar de personas más o menos estables incluidos los balleneros y sealers de toda procedencia, los empleados europeos y algunos esclavos de Vernet. Los primeros tiempos fueron particularmente difíciles; la pesca era poco productiva por la competencia de pescadores extranjeros más expertos o mejor equipados. Los colonos reclamaron una embarcación de guerra y un puesto militar para hacer observar los reglamentos. En fin, Vernet aprovechó el rápido interinato del mismo general Rodríguez a quien hemos visto interesarse por la colonia, para obtener una reorganización del territorio, del cual fue nombrado ese mismo día comandante político y militar, con plenos poderes en el territorio de su dependencia, y algún armamento para pasar, llegado el caso, de la teoría a la práctica. Apenas conocido el decreto, Mr. Woodbine Parish, encargado de negocios de S.M.B., se apresuró a comunicarlo a su gobierno, el cual le ordenó reclamar contra una medida administrativa que atacaba los "derechos de soberanía ejercidos hasta entonces por la corona de la Gran Bretaña". La protesta formal data del 19 de noviembre de 1829. Al acusar recibo, el general Guido, ministro de relaciones exteriores en la efímera administración de Viamonte, manifestaba que el gobierno provisional estaba muy ocupado en considerar "con particular atención" la nota de Mr. Parish, haciéndole entrever una pronta resolución. Para quien conoce esas horas de turbación y calamidades en las que el país parecía librado a gobernantes atacados de vértigo, lo asombroso no es que la respuesta se hiciera esperar, sino que el ministro del día tuviera tiempo de anunciarla. La protesta cayó en el vacío; al cabo de ocho días nadie la recordaba, y la situación habría podido eternizarse si la brusca sobrevenida de un tercero en discordia no hubiese provocado, dos años después, una solución imprevista.

Captura de goletas norteamericanas

La investidura del comandante Vernet no tuvo la virtud de cortar de raíz el merodeo marítimo y terrestre. Órdenes y amenazas no impedían que los barcos pesqueros afluyeran a las costas de las pequeñas y grandes Malvinas. Vernet se decidió a perseguirlos. Con algunos días de intervalo (agosto de 1831) capturó las tres embarcaciones norteamericanas Breakwater, Harriet y Superior, que cargaban en Puerto Salvador, al noroeste de Soledad; la flotilla, por otra parte, frecuentaba desde largo tiempo esos parajes y estaba ampliamente probada la reincidencia.
Habiendo conseguido la goleta Breakwater escapar y ganar su fondeadero (Stonington, Connecticut), Vernet tenía que resolver sobre la suerte de las otras dos; se vio entonces el inconveniente de su doble oficio. Bajo el funcionario despertó el comerciante y despojándose de su uniforme entró en arreglos con los capitanes de los barcos capturados. Según cierto contrato incluido en el proceso, entre los capitanes Davison y Congar por una parte y D. Luis Vernet, director de la colonia de Soledad, por la otra, se habría convenido que la Harriet, provista de los papeles de la Superior, se dirigiría a Buenos Aires para comparecer ante el tribunal de presas, mientras la segunda, al mando del capitán Congar, iría a pescar focas en el sur, a medias con Vernet...
La Harriet partió de Soledad hacia Buenos Aires en noviembre de 1831, llevando a su bordo a don Luis Vernet y su familia. En cuanto llegó a Buenos Aires fue remitida al capitán del puerto para la instrucción del proceso, mientras Davison se quejaba, exponiendo los hechos a su modo, ante el cónsul norteamericano George W. Slacum (o Slocum), quien el 21 de noviembre arremetió con una intimación al gobierno para que declarara si mantenía la presa, y ante la respuesta afirmativa del ministro Anchorena, pronunció al día siguiente la sentencia, consular, que denegaba al gobierno argentino toda jurisdicción sobre las islas Malvinas, Tierra del Fuego y sus dependencias, y por consiguiente, toda autoridad para restringir en lo mínimo los derechos de pesca y otros, de los libres ciudadanos de los Estados Unidos. El 30 de noviembre arribaba la corbeta Lexington, desprendida de ¡a escuadra norteamericana estacionada en el Brasil, y tras los saludos reglamentarios el comandante, Silas Duncan, comunicaba al gobierno su intención de pasar a las Malvinas "para la protección de los ciudadanos y del comercio de los Estados Unidos". Días después, el propio Duncan dirigía al gobierno la orden de entregar "al nombrado Luis Vernet, culpable de piratería y robo, al gobierno de los Estados Unidos, para ser juzgado...
Era una simple provocación, tan despreciable en el fondo como grosera en la forma, y el héroe de pacotilla debió contentarse con embarcar, en reemplazo de Vernet, al patrón Davison, que sustraía a los jueces de Buenos Aires para hacerlo servir de espía en Puerto Soledad.

Saqueo de Soledad

Pero enseguida se pasaba a hechos ofensivos para la soberanía del país. El 28 de diciembre de 1831 llegó a Soledad la corbeta Lexington, cuyo comandante, Duncan, bajó provisto de fuerzas, destruyó el armamento, saqueó habitaciones y cazó ganado salvaje.
Casi dos años más tarde Fitzroy, cuyo testimonio no es sospechoso, encontró todavía los rastros flagrantes del pillaje.
Después de arrestar a casi todos los colonos, Duncan mantuvo prisioneros a seis argentinos y al comerciante inglés Brisbane, a quien, según unánimes declaraciones, engrilló y llevó a Montevideo. Desde esta ciudad dirigió una nota al ministro de negocios extranjeros de Buenos Aires, en los siguientes términos: "Debo decir a Ud. que entregaré o pondré en libertad a los prisioneros existentes a bordo de la Lexington, dando el gobierno de Buenos Aires una seguridad de que han obrado bajo su autoridad".
Aún no había concluido todo. Después de Duncan, que fue a calmarse en su tierra, y de Slacum, a quien el ministro García debió retirar el exequátur (14 de febrero de 1832), entra en escena el encargado de negocios Francis Baylies, que ocupa el puesto vacante. Apenas presentadas sus credenciales, abrió el fuego con una nota en la que decía tener órdenes "para llamar la atención de este gobierno a ciertos procedimientos de don Luis Vernet, quien pretende, en virtud de un decreto de este gobierno, de fecha 10 de junio de 1829, ser "gobernador civil y militar de las islas Malvinas, etc.". Habiéndose permitido el ministro Maza, al acusar recibo de esta nota, expresar cierta sorpresa por semejantes modales diplomáticos, Baylies volvió a la carga al día siguiente y puso al ministro en trance de declarar en el más breve plazo si el gobierno de Buenos Aires persistía en atribuirse derechos sobre las islas Malvinas cuando el de los Estados Unidos los había denegado. Ante el silencio de Maza, Baylies se resignó a elaborar una larga y mediocre memoria histórico-jurídica que constituía una intromisión indiscreta y malévola en un asunto que sólo competía a Gran Bretaña y Buenos Aires.

Reclamación diplomática a Washington

Sin perder la calma, pero resuelto esta vez a llevar las cosas hasta el fin, el ministro Maza comenzó el 8 de agosto por apartar al intermediario y plantear la cuestión ante el ministro de Estado de Washington, en una exposición completa y firme de los derechos y agravios argentinos. Hecho lo cual se volvió contra quien desde hacía dos meses no retrocedía ante cualquier falsa afirmación para apoyar su mala causa y desacreditar al gobierno. Rehusando admitir a ese intruso en una discusión sobre la propiedad de las Malvinas, que estaba por sobre él y en la cual los Estados Unidos no podían ser parte, el ministro argentino encerró al adversario en el incidente de la pesca ilícita, con sus consecuencias. El acusador quedó acusado. El gobierno de Buenos Aires denunció la complicidad de un navío de guerra de los Estados Unidos en los actos ilícitos de sus connacionales y exigía una reparación del ultraje infligido a la bandera argentina, y asimismo una indemnización por los actos de piratería que habían arruinado la naciente colonia. Baylies tuvo que pedir sus pasaportes y mientras los esperaba trató de dejar la legación norteamericana al antiguo cónsul Slacum, pero el ministro desbarató tal propósito al afirmar que el dicho Slacum era para el gobierno sólo un delincuente refugiado en una legación.
Días antes de su partida, Baylies pudo leer el decreto del 10 de septiembre por el cual se nombraba al mayor Mestivier comandante interino de las islas Malvinas hasta que el titular pudiera retomar sus funciones, se le adjudicaban 50 hombres de tropa con sus familias, y el bergantín de guerra Sarandí debía permanecer allí fondeado.
Los actos cometidos por el capitán Duncan motivaron reclamaciones diplomáticas de los sucesivos ministros argentinos acreditados en Washington, pero el gobierno de los Estados Unidos respondía evasivamente o no respondía. Cuando en 1885 el presidente Cleveland se dignó dedicar al asunto unas cuantas líneas en su mensaje, lo hizo para declarar la reclamación como "totalmente desprovista de fundamento", términos que suscitaron la protesta del ministro argentino Dr. Quesada y una respuesta del ministro del gobierno estadounidense Bayard, en la que manifestaba que "aunque los derechos de la República Argentina a la soberanía de las islas Falkland llegaran a establecerse, no faltarían buenas razones para justificar ampliamente la conducta del capitán Duncan". Aparte de que tales "buenas razones" son fácilmente refutables por inexactas y sofísticas, Bayard contradecía la doctrina establecida por la Corte Federal que declaraba condenable la conducta de Duncan aunque los hechos alegados por los ciudadanos norteamericanos fueran exactos.
El Dr. Quesada replicó y la discusión no volvió a entablarse.

Ataque inglés a Puerto Soledad

Ponemos en duda la afirmación categórica, generalmente aceptada, de que esa agresión norteamericana contra las Malvinas fue la causa directa de la reaparición de la Gran Bretaña, cuya codicia se dice que despertó al ruido de la disputa. Sin contar que las codicias territoriales de Inglaterra no necesitan ser despertadas, sabemos que el encargado de negocios Woodbine Parish había protestado en noviembre de 1829 contra el decreto argentino que reorganizaba el comando de las Malvinas. Es ocioso decir que el gobierno inglés debió tomar sus medidas y comunicar sus intenciones al contralmirante Sir Thomas Baker, jefe de la división naval del Atlántico Sud, sea dejándole facultad de elegir el momento oportuno, sea indicándole que esperara nuevas instrucciones.
Es probable, a pesar de todo, que el incidente norteamericano indicara la hora de proceder. A esto sin duda debió limitarse su influencia en los acontecimientos que siguieron, cuya verdadera causa debe buscarse en el estado de anarquía política y social que desgarraba estas infelices comarcas y las convertía en presa fácil para las monarquías europeas.
Hemos visto que el gobierno de Buenos Aires, por decreto del 10 de septiembre de 1832, había nombrado a D. Juan Mestivier comandante interino de las Malvinas "en ausencia de D. Luis Vernet, impedido". La goleta de guerra Sarandí que lo conducía debía quedar agregada al servicio de las islas y los hombres establecerse en la parte de territorio alrededor de Puerto Soledad que el Estado se había reservado.
Vernet no volvería a ver más su colonia arruinada, de la que su agente Brisbane recogería los despojos.
En efecto, los soldados que se enviaban allá eran deportados, criminales o vagabundos condenados, según la costumbre de entonces, al servicio de las armas; y su envío significaba un ensayo de colonia militar y penal, es decir, un "presidio", en el doble sentido de la palabra. La medida en sí era plausible y se sabe que las florecientes colonias australianas no tienen otro origen. Pero, evidentemente, la primera condición del éxito residía en que los guardianes fuesen guardados. Con insuficiente custodia, o tal vez maltratados, aquéllos se amotinaron a. instigación de un sargento negro y asesinaron al mayor Mestivier. El comandante de la Sarandí, D. José María Pinedo, al frente de sus hombres ayudados por algunos balleneros franceses, se ocupaba en capturar a los bandidos diseminados por la isla, cuando la entrada a puerto de la corbeta Clío, que enarbolaba pabellón inglés, lo sorprendió en tan triste tarea. El comandante Pinedo no dejó de enviar inmediatamente dos oficiales al comandante inglés, portadores de sus saludos y ofrecimientos de servicios. El comandante Onsíow, muy correcto, agradeció y anunció que retribuiría sin demora la atención. El mismo día llevaba a bordo de la Sarandí este aguinaldo (era el 1° de enero de 1833): tenía orden de tomar posesión de las Falkland en nombre de Su Majestad Británica y de enarbolar allí la bandera inglesa; concedía, pues, al comandante Pinedo veinticuatro horas para arriar la argentina y preparar el embarque de la guarnición, con arma s y bagajes, en el buque que la devolvería a Buenos Aires...
A las vanas protestas de Pinedo ("atentado inaudito, en plena paz, naciones amigas, etc.") Onslow, tieso y con helada cortesía, se limitó a responder, al despedirse, que tendría el honor de trasmitir sus instrucciones por escrito al día siguiente, cosa que efectivamente hizo.
La desproporción-de las fuerzas era tal que toda resistencia seria, capaz de costar la vida de un solo hombre, habría sido una locura tal vez culpable. La bandera argentina, que Pinedo rehusó tocar, fue entregada a bordo de la Sarandí por un oficial inglés, y el 3 de enero el comandante de la Clío tomó posesión de Puerto Soledad con las ceremonias ordinarias. El día 5 y luego de haber delegado Pinedo en un tal Juan Simón, empleado de Vernet, el comando provisional de Puerto Soledad, la Sarandí se puso en viaje hacia Buenos Aires, adonde llegó el 15. Por su parte, la corbeta inglesa no prolongó su estadía. Carente de otras órdenes, su comandante hizo a la vela sin dejar autoridades en Port-Louis, después de confiar la custodia de la bandera al irlandés Dickson.
Cuando Fitzroy, que antes había comprobado la destrucción del establecimiento por la tripulación de la Lexington, volvió a pasar en agosto del mismo año, Brisbane, Dickson, Simón y otros dos colonos, uno alemán y el otro francés, habían sido asesinados por los bandidos dispersos en la isla; sólo a duras penas los marinos destacados del Beagle y del Challenger (otro navío inglés que había fondeado en Berkeley Sound) lograron, tras semanas de lucha, apoderarse de estos salvajes y hacer justicia con ellos. (Debieran compararse estas escenas con las del hogar de Vernet, del que un oficial amigo de Fitzroy nos ha dejado un croquis encantador, y decir: "¡he aquí lo que han ganado las Falkland, por largos años, con la intervención violenta y sucesiva de dos naciones que pretenden una situación superior entre las potencias civilizadas!"),

Protesta del gobierno de Buenos Aires

En Buenos Aires la emoción fue profunda y duradera. El mismo día de la llegada de la Sarandí (15 de enero) el ministro Maza denunció la escandalosa usurpación al encargado de negocios británico, quien, en conciencia, afirmó ignorar los hechos, pero se declaró dispuesto a llevar el asunto a conocimiento de su gobierno. Pronto, una circular fechada el 23 de enero comunicaba a las "repúblicas americanas" el atentado cometido por Inglaterra. La nota fue acogida por un vasto silencio y el Annual Register de 1833, burlándose, felicitaba a los Estados Unidos por permanecer sordos a las quejas del débil, después de haberse puesto de parte del más fuerte, sin perjuicio de la tira de papel que era la doctrina Monroe...
Algunos días después el Dr. Maza depositaba una protesta formal en manos de dicho encargado de negocios (Philip Gore) y redactaba enseguida las instrucciones al ministro plenipotenciario en Londres, don Manuel Moreno, encargado de presentar las reclamaciones del gobierno argentino ante el de Gran Bretaña. En Londres iba a entablarse el asunto y tropezar, luego de un simulacro de discusión, con un rechazo cortés y obstinado.
La protesta, fundada en una nutrida exposición, realmente eficaz en diversos aspectos, si se salvan ciertos errores, fue depositada el 17 de junio de 1833 en la Foreing Office, en manos del subsecretario de estado, quien la remitió a lord Palmerston. La respuesta de éste, fechada el 8 de enero de 1834, se desentendía en absoluto de los orígenes históricos de la cuestión. Después de recordar la protesta de Mr. Parish, que "explicaba y justificaba" el procedimiento de la Clío, la nota inglesa se encierra en la tesis de que "cuando la discusión de 1771, se trató siempre de las islas Malvinas in globo y que, por otra parte, jamás existió una promesa formal de abandono". La primera proposición como ha sido demostrado, es absolutamente falsa; en cuanto a la segunda, si no es materialmente refutable (al menos con los medios de que disponemos aquí) puede serlo moralmente, si se admite ese passe-partout político que la antigua diplomacia usó demasiado para que pueda negarse: la duplicidad.
Moreno volvió a la carga el 29 de diciembre de 1834 con una nueva nota al duque de Wellington, pero era evidente que el enviado argentino hablaría en lo sucesivo a oídos sordos. Una tercera nota del 18 de diciembre de 1841 sólo consiguió un aviso de recibo de lord Aberdeen. Una cuarta, del 19 de febrero de 1842, tuvo mejor éxito: mereció de parte del lord secretario una breve refutación. "El gobierno británico, alegaba, no puede reconocer a las Provincias Unidas el derecho de alterar un acuerdo concluido, cuarenta años antes de la emancipación de éstas, entre Gran Bretaña y España. En lo concerniente a su derecho de soberanía sobre las islas Malvinas o Falkland, la Gran Bretaña considera este arreglo como definitivo..."
Esto era cerrar completamente la disputa. Ante actitud tan decidida, el enviado argentino sólo podía dejar las cosas en igual estado y formular, como lo hizo el 10 de marzo de 1842 (tras una conferencia inútil, que parece haber sido abreviada por lord Aberdeen) una última protesta de carácter solemne y permanente. Jamás se volvió a discutir seriamente el punto y el gobierno británico se limitó en adelante a acusar recibo de las notas con que la parte argentina intentó hacerlo.

Refutación de los argumentos ingleses

Desde el año 1833 la Gran Bretaña detenta, pues, las islas Malvinas, tomadas por la fuerza, con expulsión de las autoridades argentinas constituidas en Puerto Soledad. Sin volver sobre la violencia ultrajante del procedimiento, el hecho mismo de la toma de posesión se fundaría, según el gobierno inglés, en los títulos siguientes: 1° la prioridad del descubrimiento; 2° la ocupación subsiguiente de dichas islas; 3° las discusiones de 1770-71 con España, en las cuales las pretensiones de la Gran Bretaña a la soberanía de las Malvinas fueron sostenidas y mantenidas sin equívoco; 4° la restitución del establecimiento de Puerto Egmont; 5° el animus dominandi que, cuando la evacuación de 1774, se manifestó por las señales de posesión y otras formalidades ejecutadas por las autoridades inglesas.
Sobre estos cinco puntos capitales hemos demostrado:
1° que la prioridad absoluta del descubrimiento parece pertenecer a los holandeses; aun admitiendo la realidad y la identificación de las tierras entrevistas por Davis y Hawkins, con las Malvinas, esta visión confusa no bastaría para crear un título siquiera imperfecto ante el derecho de gentes; 2° que la pretendida ocupación inglesa sólo puede referirse a la simple toma de posesión del comodoro Byron, posterior en un año a la fundación de la colonia de Bougainville (la que, por otra parte, debió ceder a los derechos superiores de España) por lo cual es una aserción completamente contraria a los hechos universalmente conocidos, que asombra ver reaparecer y mantenerse en la discusión; 3° qué la cuestión de la soberanía de las Malvinas sólo fue evocada por España en el conflicto de 1770-71 y en su declaración finaí, para salvaguardar su "derecho anterior de soberanía"; 4° que la restitución del establecimiento inglés fue exigida y concedida como reparación de una injuria al pabellón nacional; en cuanto al hecho de "volver las cosas en el puerto llamado Egmont al estado preciso en que se encontraban antes del 10 de junio de 1770" no podría en caso alguno significar el reconocimiento de la soberanía británica, puesto que ese "estado de cosas " comportaba el funcionamiento de autoridades y la existencia de establecimientos españoles en Puerto Soledad; 5° que la actitud clandestina del teniente Clayton, consistente en erigir en Puerto Egmont símbolos materiales de la pretendida soberanía británica es un acto arbitrario y sin alcance internacional, pues no es seguido de otro efecto; que se opone formalmente a los términos de la Declaración, único instrumento legal para las dos partes interesadas; Y QUE ENCUENTRA, EN FIN, SU DESMENTIDO PERMANENTE EN LA OCUPACIÓN ININTERRUMPIDA E INDISPUTADA DE PUERTO SOLEDAD DURANTE SESENTA AÑOS POR ESPAÑA O SU HEREDERA LA REPÚBLICA ARGENTINA.
La nulidad de los derechos enunciados por la Gran Bretaña aparece, pues, absoluta, y no es necesario hacer resaltar la falta de seriedad y de buena fe que revela para varios de ellos esta persistencia en apoyar una argumentación desesperada en hechos abiertamente falsos.
Los derechos de España, y por consiguiente de la República Argentina, que hereda legítimamente de la madre patria todo el territorio marítimo comprendido en el antiguo virreinato de Buenos Aires, están casi por entero contenidos en la comprobación positiva y siempre verificable de que el archipiélago de las Malvinas es una dependencia geográfica de la Patagonia, es decir, en suma, una parte del continente. Podría deducirse, sin forzar los términos, que, desde el punto de vista del derecho internacional, la soberanía de España sobre las Malvinas, como sobre cualquier punto de la costa patagónica, comenzó el mismo día del descubrimiento y toma de posesión del Río de la Plata, de suerte que la apropiación secular de éste, por los mil hechos sociales que forman su historia, se extiende a sus dependencias más lejanas para constituir en ellas la ocupación real, aunque indirecta. La cesión del establecimiento de Bougainville, ya referida, es la prueba más evidente de los derechos superiores de España.

La cuestión de las Malvinas es cuestión pendiente

No esperamos convencer al gobierno inglés del valor de nuestras razones, ni aun de las conveniencias de todo género que aconsejan la solución definitiva de esta enervante e inacabable cuestión de las Malvinas. No hemos escrito, pues, para él, sino para los hombres de buena voluntad que tal vez sólo esperan conocer la causa de la verdad y de la justicia para interesarse por ella.
La actitud de la Argentina sólo puede merecer aprobación y estima. Después de haber expuesto su buen derecho, no pide que Inglaterra se adhiera espontáneamente y ordene inmediatamente a sus autoridades evacuar Stanley y las Malvinas. Espera apenas que el gobierno británico reconozca, como lo reconocería si tuviera ante sí naciones más poderosas, que, aún en la hipótesis de que Inglaterra tuviera todos los derechos que se atribuye, no le corresponde fallar, y que el conflicto de las Malvinas no ha sido juzgado sin apelación por una ocupación a mano armada, justificada con alegatos inexactos o por lo menos discutidos por la parte adversa.
La República Argentina no pretende salir gananciosa; pide que su litigio sea examinado por jueces y se niega a considerar como tales a los oficiales y funcionarios ingleses que le ha impuesto la ley brutal del más fuerte. No es humillante someterse a la ley común que exige que nadie sea juez en su propia causa. El demérito y el descrédito consistirían, más bien, en adherirse teóricamente a las doctrinas de paz y justicia arbitral, proclamadas a la faz del mundo, para negarlo en la práctica.
La actitud de la República Argentina, que no ha cesado de protestar contra la usurpación, es buena y hay que sostenerla. Se aferra a su derecho y no quiere ceder. No cabe admitir que los efectos sean nulos por el hecho de que el detentador conserve la posesión ilegítima y disfrute de ella sin ser perturbado. La resistencia obstinada al hecho cumplido no ha sido estéril.
En principio ha proporcionado un "ejemplo", en el doble sentido de la expresión, a la enseñanza de la cátedra y del libro: es decir, incorporar al actual derecho de gentes, según lo prueba la lectura de tratados y repertorios especiales, esta noción, esencial en la especie: que LA CUESTIÓN DE LAS MALVINAS ES UNA CUESTIÓN PENDIENTE.


Fuente: Les ïles Malouines de Paul Groussac. Compendio realizado por la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares cumpliendo la ley Nº 11.904