El 3 de mayo de 1982 se produjo
el ataque al Aviso Alférez Sobral. Dos helicópteros Sea Linx británicos armados
con misiles atacan al buque de la ARA, provocando la muerte de su comandante y
siete hombres más de su tripulación.
El sábado 1 de mayo a las
1730 horas, un avión Canberra de la Fuerza Aérea Argentina fue abatido
aproximadamente a 100 millas náuticas (185 km) al norte del Estrecho de San
Carlos. Ante este hecho, y en cumplimiento de la orden recibida, nuestro buque
se destacó de inmediato para efectuar la búsqueda y el rescate de los dos
tripulantes de la aeronave.
El Capitán Gómez Roca
encaró resueltamente el peligro que implicaba internarse en una zona controlada
por el enemigo, sabiendo que, de producirse un encuentro, las posibilidades que
tenía de salir airoso eran prácticamente nulas. Esa actitud decidida y
valerosa, fue apoyada por toda la Plana Mayor y Dotación, sin excepciones.
El 2 de mayo amaneció con
tiempo borrascoso. Durante la mañana un mensaje alertó sobre la presencia de un
Grupo de Tareas británico compuesto por un portaaviones y seis u ocho buques de
guerra, operando en el área hacia la cual nos dirigíamos.
Llegó el atardecer, y con
él una infausta noticia: el Crucero General Belgrano había sido torpedeado,
pero a medida que transcurrían las horas y nos acercábamos al punto calculado
para iniciar la búsqueda, la atención se centró en el intento de salvar a los
dos hombres que se hallaban a merced de las aguas.
Casi a medianoche fuimos
sobrevolados por un helicóptero no identificado, ordenándose entonces cubrir
puestos de combate. La aeronave se mantuvo sólo unos instantes, alejándose luego
para perderse en la oscuridad. Había algo muy claro: El enemigo nos había
descubierto y no tardaría en atacar.
Se sabía a bordo que no
recibiríamos ayuda debido a que no había otros buques argentinos en las
proximidades. Como tampoco apoyo aéreo, cuando menos hasta la mañana siguiente.
Como el mar estaba agitado y el violento movimiento del buque dificultaba el
trabajo de los apuntadores de las armas, el Comandante decidió invertir el
rumbo, de manera tal que recibiendo el oleaje por la popa nuestra unidad se
mantuviera lo más estable posible.
Al acercarse otro
helicóptero británico el Sobral abrió fuego, entablándose el combate. El cañón
de 40 y las ametralladoras de 20 mm dispararon su munición, y si bien por la
oscuridad reinante y el ya mencionado rolido y cabeceo del buque, no
consiguieron hacer impacto, sí lograron que la aeronave enemiga se alejara
precipitadamente, tomando distancia para ponerse fuera del alcance de nuestra
artillería.
Minutos más tarde el Jefe
de Artillería advirtió que por estribor se divisaban destellos. Desde el puente
de mando, efectivamente, se observaron también pequeñas luces.
A primera vista, el
Comandante, que no perdía las esperanzas de rescatar a los pilotos buscados,
expresó con entusiasmo que podía tratarse de señales lanzadas por ellos. Pero
instantáneamente el particular movimiento de las luces avistadas nos indicó que
en realidad eran misiles que se aproximaban.
Todo ocurrió en pocos
segundos. Un misil impactó en la lancha, explotando y destruyéndola por
completo, al tiempo que rociaba con esquirlas la superestructura. Los tres
operadores de la ametralladora de 20 mm de estribor fueron heridos.
Otro misil pasó sobre el
buque sin impactar. El Comandante ordenó abrir fuego cubriendo el sector desde
el que provenía el ataque, aunque era imposible ver al enemigo debido a la
oscuridad y a que éste efectuaba sus lanzamientos de misiles a máxima
distancia, manteniéndose fuera del alcance de las armas del Sobral.
Al ordenarse el alto el
fuego, se constató que las averías no afectaban mayormente, hasta ese momento,
la seguridad náutica y navegabilidad de la unidad, pero las antenas y equipos
de comunicaciones resultaron averiados, por lo cual estas quedaron
interrumpidas. Enseguida se trasladó a los heridos a cubiertas bajas para su
atención. Allí, en la cámara y camarotes de oficiales, el médico de a bordo
había instalado su puesto de socorro y trabajaba sin pausa junto al enfermero.
Al observar que los
ataques se producían con misiles, el Capitán Gómez Roca apreció, acertadamente,
que el lugar de mayor riesgo era la superestructura, especialmente el puente de
mando.
Ante ello, con el fin de
proteger a sus hombres y considerando especialmente que por la distancia la que
se encontraba el enemigo ya no sería posible combatir efectivamente con las
armas propias, ordenó desalojar las cubiertas superiores y los sectores más
expuestos, quedando en el puente solamente él y los tripulantes indispensables
para conducir el buque. Esta difícil y heroica decisión, adoptada en los
momentos de mayor tensión e incertidumbre, significaría luego la preservación
de la vida de muchos de sus hombres, pero también su propia muerte en acción.
Al finalizar una rápida
inspección del buque, y en oportunidad en que me dirigía hacia el puente para
informar el resultado de la misma, el enemigo atacó nuevamente (0120 horas del
día 3 de mayo)
Un misil impactó de lleno
en el puente, destruyéndolo totalmente, al igual que el cuarto de radio que se
hallaba directamente debajo. El palo de proa cayó y las innumerables esquirlas
provocaron averías diversas en toda la parte superior y media del buque, que se
estremeció como si hubiera sido golpeado por una mano gigantesca. El sector de
proa se llenó de humo y el penetrante olor de la explosión invadió los
compartimientos, aumentando la ansiedad general.
Allí, en el interior de la
nave, la fatalidad hizo que el Conscripto Roberto D’Errico, mientras era
asistido de una herida sufrida durante el primer ataque, fuera alcanzado
nuevamente por una esquirla que, traspasando dos cubiertas, terminó con su
vida.
Ansioso por conocer la
magnitud de lo ocurrido subí hacia el puente, encontrando un verdadero
desastre: estaba totalmente arrasado, hierros al rojo vivo y un incendio que
cobraba fuerza. El Comandante y los que allí se encontraban habían muerto.
La situación no era mejor
en el cuarto de radio, igualmente destruido por la explosión, con los
operadores muertos en sus puestos de combate y un único sobreviviente, el Cabo
Enríquez, gravemente herido.
Al instante comprendí que
me encontraba ante el cuadro que ningún segundo comandante desearía que se
presente jamás, aunque esté preparado para ello y constituya ésta su principal
razón de ser: asumir el comando por muerte del comandante durante el combate.
Con plena conciencia de la tremenda responsabilidad que ello implica y de la
gravedad de las circunstancias, a partir de ese momento me hice cargo de la
Unidad.
Al bajar del puente, el
Jefe de Máquinas me informó que por averías en el sistema de timón no era posible
maniobrar el buque. Brevemente lo impuse de la situación y ordené parar
máquinas.
A todo esto, un grupo de
control de averías combatía las llamas en los sectores afectados.
Ante la posibilidad de que
otros impactos hicieran naufragar el buque, se inspeccionaron las balsas
salvavidas autoinflables, comprobándose que todas estaban inutilizadas,
resultado de las innumerables esquirlas que las habían perforado.
Resumiendo, la situación
del buque era: timón averiado, el puente con todo el instrumental, cartas y
elementos de navegación destruidos; la radio también destruida, un incendio a
bordo, ocho muertos (incluido el Comandante) y ocho heridos, personal con
contusiones y heridas menores y la perspectiva de recibir nuevos ataques.
A partir de entonces, una
vez dominado el incendio y reparado precariamente el sistema de timón, se
organizó el regreso.
Regreso al continente
Se presentaban dos
alternativas: la primera, navegar hacia las Islas Malvinas, a cuya costa norte
podíamos arribar en no más de 12 horas, pero correríamos el serio peligro de
ser nuevamente atacados; a ello se agregaba la falta de elementos de navegación
y cartas náuticas de la zona, lo que tornaría muy dificultoso recalar con
cierta seguridad. La segunda, navegar hacia el continente. En este caso, si
bien persistían los riesgos antes citados, las probabilidades de que se
presentaran eran menores, aunque se debería afrontar una prolongada travesía en
condiciones extremas.
Decidido por esta última,
se reinició la navegación, tomando en principio como guía la dirección de las
olas que, sabíamos, venían del norte.
Más tarde, con la ayuda de
brújulas terrestres del equipo de desembarco, en situaciones normales no
utilizables a bordo por el desvío provocado por el magnetismo del buque; y con
la “rosa” rescatada de un compás magnético destruido, colocada en la línea
central del buque (crujía) entre las cadenas de anclas pretendiendo obtener
alguna compensación, se logró tener una idea aproximada del rumbo.
Por otra parte, el cielo
continuaba completamente cubierto, impedía conocer el arrumbamiento en base a
las constelaciones habituales.
Durante todo el día 3 se
navegó esperando el ataque que dábamos por descontado, pero que finalmente no
se concretó. Excepto los vigías, apostados al efecto, todo el personal
permaneció bajo cubierta ya que no quedaban armas en condiciones de uso. El
interior del buque presentaba un estado realmente precario: en el sector de
proa la energía había sido cortada y todo estaba mojado como consecuencia del
agua arrojada para combatir el incendio. Tampoco había calefacción ni comida
caliente, por lo que el frío se hacía sentir con crudeza.
Horas después, cuando las
condiciones de mar lo permitieron, se improvisó un comando en proa. Desde allí,
mediante una línea de teléfonos se daban las órdenes al timonel, ubicado en el
timón de emergencia, en la sala de máquinas.
Entonces tuvo lugar un
hecho que a mi entender evidencia el temple de aquella aguerrida tripulación:
la Bandera de Guerra del Sobral, por la rapidez con que se sucedieron los
acontecimientos no había sido retirada de su cofre y, al momento del combate,
ondeaba en lo alto un pabellón de los usados diariamente. Al caer el palo,
habíamos quedado momentáneamente sin pabellón. Percatado de ello, un grupo de
tripulantes requirió autorización para tomar la Bandera de Guerra e izarla en
el lugar más alto que fuera posible. Concedido el permiso la Bandera se izó al
tope de la pluma (brazo de grúa) de popa, en uno de los momentos más
emocionantes, sobre todo teniendo en cuenta que a esas horas existían inciertas
posibilidades de sobrevivir.
El 4 de mayo a las 9 de la
mañana, utilizando un transmisor de emergencia extraído de entre los escombros
del cuarto de radio, se emitió un pedido de auxilio, con muy poca confianza en
su eficacia ya que el equipo estaba dañado y perforado por esquirlas. Por
varias horas no obtuvimos respuesta.
Simultáneamente, con una
radio portátil común se sintonizaban varias emisoras, principalmente argentinas
y uruguayas. Fue justamente una de estas últimas la que dio la novedad del
ataque a nuestro buque, e informaba que el Aviso Alférez Sobral había sido
hundido por fuerzas inglesas.
Lógica fue la desazón que
produjo en la tripulación escuchar semejante noticia, al pensar el efecto que
causaría en los familiares que, ansiosos, esperaban en tierra.
También se prestaba suma
atención a las novedades que se daban sobre el rescate de los sobrevivientes
del Belgrano, y nos llenó de euforia enterarnos del hundimiento del Destructor
inglés Sheffield, atacado exitosamente ese día por la Aviación Naval.
A todo esto, una radio de
Río Gallegos, en los habituales mensajes que se transmiten para apoyo a la
comunidad en la Patagonia, incluyó uno que decía: para el señor Gómez Roca, lo
esperamos en Puerto Deseado. Este mensaje impuesto por la superioridad, que desconocía
aún el fallecimiento del Comandante, dio grandes esperanzas y la certeza de que
nuestro mensaje había llegado. Al menos, en tierra sabían que en algún lugar
continuábamos a flote. Un nuevo mensaje, que esta vez señalaba: al señor Gómez
Roca, va gente a buscarlo a la estación, dio la seguridad de que se nos estaba
buscando.
Después nos enteraríamos
que unidades de la Aviación Naval, la Fuerza Aérea y otros buques trataron
incansablemente de hallarnos, sin conseguirlo.
A partir de ese momento, cuando
se navegaba en niebla cerrada, se efectuaron señales acústicas por medios
diversos, como campana, silbatos y hasta disparos con fusil. Se desmontó del
palo caído la sirena y, conectándola a una manguera de aire a presión se
utilizó como elemento de señalación. Fueron numerosas las veces que alguien
creyó ver u oír algo, como el ruido del motor de un avión o helicóptero, una
luz o la línea de tierra, pero todo era producto de la imaginación; de los
deseos de superar la situación.
Al respecto, lo más
inquietante era no saber exactamente dónde nos encontrábamos. Se había
efectuado una estima, más por la precariedad de medios, adolecía de grandes
errores.
Esperábamos avistar la
costa continental en la tarde del día 4, pero llegó la noche sin que nada se
produjera. Con la noche también se hizo presente la incertidumbre. ¿Nos
habríamos desviado hacia el norte, internándonos en el Golfo San Jorge?
¿Estaríamos retrasados? ¿Llevaríamos el rumbo correcto? ¿Qué pasaría si se
desataba un temporal, tan frecuente en esa zona?
A ello se sumaban otros
interrogantes ya que en el supuesto caso que estuviéramos cerca de la costa,
sin visibilidad y a pesar de efectuar continuos sondajes (medición de la
profundidad) con sonda de mano, se corría el riesgo de colisionar con alguna
roca o varar, perdiendo la nave, y quizá la vida, a pocos centenares de metros
de la orilla. Por otra parte, cada minuto transcurrido disminuía las
posibilidades de sobrevivir.
Durante la noche otro
incendio, originado en el cableado del sistema de timón, cobró tal fuerza que
puso en serio peligro a todo el buque. Los denodados esfuerzos del personal
terminaron por dominarlo, pero ya no tendríamos otra oportunidad. Se habían
agotado los extinguidores y la espuma, y para combatir el fuego sólo se contaba
con el agua de mar, extraída con bombas.
Ello impulsó la decisión
de parar máquinas nuevamente para realizar las reparaciones y aislaciones
indispensables en el cableado, esperando al mismo tiempo la luz del día.
Simultáneamente el médico
informaba que las medicinas escaseaban y le preocupaba especialmente el Cabo
Enríquez, muy débil por la hemorragia sufrida.
Pero la dotación continuó
trabajando incansablemente. Podrían citarse numerosos ejemplos individuales,
pero lo destacable fue, principalmente, el accionar de una tripulación que en
la circunstancia obró como correspondía y se esperaba de ella, con idoneidad
profesional, disciplina y valor a toda prueba.
Creo no equivocarme si
afirmo que durante esos días nadie pensó en su seguridad personal, sino en la
del conjunto. Aunque nadie lo manifestaba, la mente volaba entre nuestros
hogares, los seres queridos, las alternativas de la guerra, el recuerdo de
nuestros muertos y lo que ocurría a bordo.
Por fin, con la esperanza
que da el amanecer, seguimos navegando. El 5 de mayo, aproximadamente a las 9
de la mañana se avistó la costa continental. Aún así, continuábamos sin saber
nuestra posición, por lo que se navegó a prudente distancia de tierra, con
arrumbamiento (dirección) general hacia el norte.
Horas después se divisó un
punto en el cielo. Lanzamos luces Very (“bengalas” para señales) y, para
alegría de todos, el objeto comenzó a aproximarse.
Se trataba de un
helicóptero de la Fuerza Aérea Argentina. De él descendió un suboficial y
pudimos evacuar al herido más grave, justo a tiempo para salvar su vida.
Más tarde el buque fue
sobrevolado por un avión, también de la Fuerza Aérea cuyo piloto, con
sobrevuelos rasantes, nos guio al encuentro del Buque Desembarco de tanques ARA.
“Cabo San Antonio”, el Destructor ARA. “Py” y un Guardacostas de la Prefectura
Naval.
Fue éste otro momento
tremendamente emotivo. Al pasar al costado del Cabo San Antonio nuestra
tripulación formó en puestos de honores y lo propio hizo la del buque que
teníamos enfrente. No hubo palabras, sólo un saludo militar.
Luego, mediante lanchas se
trasbordó a los heridos y con el apoyo de los buques citados seguimos hasta
Puerto Deseado, atracando durante la noche, no sin antes sortear una última y
difícil maniobra de entrada bajo condiciones totalmente adversas en la ría de
acceso.
En esta ciudad recibimos
el afecto que es de imaginar, tanto de la población que brindó todo para ayudar
a la tripulación después del trance vivido, como de nuestros camaradas del
Ejército y de los otros buques de la Armada allí presentes.
Se efectuaron las
refacciones imprescindibles, retirando deshechos del puente e improvisando
otro.
Luego de una sentida
despedida de los camaradas muertos en acción, el 20 de mayo zarpamos rumbo a la
Base Naval de Puerto Belgrano, arribando a la misma tres días después.
Personal caído en combate:
Capitán de Corbeta Sergio
Raúl GÓMEZ ROCA
Guardiamarina Claudio
OLIVIERI
Cabo Principal Mario
Orlando ALANCAY
Cabo Segundo Sergio Rubén
MEDINA
Cabo Segundo Elvio Daniel
TONINA
Cabo Segundo Ernesto Rubén
DEL MONTE
Marinero 1º Héctor
DUFRECHOU
Conscripto Roberto
D'ERRICO
Fuente: Histarmar basado
en el relato de su segundo comandante, el Capitán de Navío (RS) Sergio Bazán